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La Voz de los Vencidos: El Legado de Miguel León Portilla. 📜📖🪶✒️


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Escrito por Luis Felipe Valdez

En el vasto paisaje de la memoria mexicana, el nombre de Miguel León Portilla se alza como un puente tendido entre dos mundos, un intérprete de ecos ancestrales. Nació en el corazón de la Ciudad de México un 22 de febrero de 1926, y su vida se convertiría en una larga, paciente y amorosa conversación con las voces del pasado. Su historia no es la de un arqueólogo que devela secretos ocultos en la tierra, sino la de un descifrador de almas, un hombre cuyo oído, aguzado por la curiosidad y la empatía, aprendió a escuchar el susurro de los sabios que habitaron el Anáhuac.

Sus primeros pasos intelectuales lo llevaron por los senderos del comercio y la filosofía, caminos que parecían alejarlo de su destino. Pero el encuentro con Ángel María Garibay Kintana, sacerdote e historiador, fue el faro que iluminó su verdadera ruta. Bajo la tutela de Garibay, el joven Miguel descubrió un continente de pensamiento oculto en los códices y los manuscritos en lengua náhuatl. Fue una revelación. Aquellos textos no eran solo reliquias polvosas; eran la respiración congelada de una civilización que había ponderado los misterios de la vida y la muerte. Decidió entonces doctorarse en Historia en la UNAM, y en ese gesto, selló un pacto íntimo con los pueblos originarios, un compromiso que definiría el latido de su existencia.

Fruto de esa consagración nació, en 1956, su obra fundacional: “La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes”. Este libro, su tesis doctoral, fue un acto de justicia epistemológica. Hasta entonces, la mirada sobre el México antiguo había estado filtrada casi exclusivamente por la pluma de los cronistas europeos. León Portilla dio un vuelco radical. Se sumergió en las propias fuentes, en los cantos, los huehuetlatolli o discursos de los ancianos, y los poemas preservados tras el encuentro de dos mundos. Allí encontró no a “salvajes”, sino a tlamatinime, sabios que se hacían preguntas profundas y conmovedoras: “¿Acaso de verdad se vive en la tierra?”. Él no solo tradujo palabras; tradujo universos de significado, y al hacerlo, demostró que en el altiplano mexicano había florecido una filosofía tan rica y compleja como cualquier otra, poblada de metáforas sobre la flor, el canto, la fugacidad y el enigma del más allá.

Tres años después, en 1959, su labor cristalizaría en la obra que lo haría llegar al corazón de millones: “Visión de los vencidos”. Este libro no fue un simple compendio de textos, sino un coro polifónico de dolor y asombro. León Portilla, con la sensibilidad de un poeta, tejió los fragmentos que narraban la caída de Tenochtitlan desde los ojos de quienes la padecieron. Ya no era la épica de los conquistadores, sino el estupor de los mexicas ante los “cerros que se mueven sobre el agua”, el llanto de las mujeres, el colapso de un cosmos cuando los dioses callaban. “Visión de los vencidos” tendió un puente de empatía a través de los siglos. Permitió que el México moderno escuchara, por fin, la voz quebrada de sus ancestros, transformando la historia oficial en una tragedia humana de dimensiones cósmicas pero a su vez con una objetividad que alejaba la narrativa de la llamada leyenda negra de la conquista.

Su vida fue un torrente de actividad fecunda. Como nahuatlato, devolvió al español la voz de Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco, cuyos versos sobre la amistad y la caducidad de la vida resonaron con una modernidad atemporal. Como académico, dirigió el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y ocupó la silla VII de la Academia Mexicana de la Lengua, demostrando que el estudio de las culturas originarias era tan riguroso y esencial como cualquier otra disciplina. Su mirada, sin embargo, no se limitó al mundo náhuatl; se expandió hacia el universo maya y otras culturas, revelando la vastedad del pensamiento indígena americano.

Pero Miguel León Portilla no fue un estudioso enclaustrado. Comprendió que la reivindicación del pasado era un acto de justicia para el presente. Se erigió en un defensor incansable de los derechos y la dignidad de los pueblos indígenas contemporáneos. Para él, aquellos “vencidos” no eran una abstracción histórica; eran los abuelos de comunidades que aún luchaban contra la marginación y el olvido. Su erudición fue su arma en una batalla por el reconocimiento. Su voz fue fundamental para que en 2003 se promulgara la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, un hito que concedía a las lenguas originarias el mismo estatus que al español, reconociéndolas como patrimonio nacional vivo.

Los honores, como el Premio Nacional de Ciencias y Artes y la Medalla Belisario Domínguez, llegaron como ecos de una gratitud nacional. Su ingreso a El Colegio Nacional en 1995, bajo el títul

o de “Tlamatinime”, fue un reconocimiento a su sabiduría. Sin embargo, su legado más perdurable es intangible: reside en la transformación de la conciencia de un pueblo. Gracias a él, el México prehispánico dejó de ser una galería de piezas de museo para convertirse en un mundo habitado por pensadores, poetas y arquitectos de sueños. Nos devolvió una parte esencial de nuestra identidad, mostrándonos que la grandeza no solo está en las piedras de los templos, sino en la profundidad de las preguntas que una civilización es capaz de formularse. Miguel León Portilla fue, en esencia, el gran intérprete del alma india, el hombre que nos enseñó a escuchar, en el silencio de la historia, el eterno rumor de la palabra florida.


 
 
 

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